Marcela llegó al pueblo de Villalba directo al hotel El Paso, a la habitación 101. Su intención, saldar una deuda con el pasado. La última vez que vio a Iván fue arrodillado en frente de la enorme ventana de la sala de espera número quince del aeropuerto.
Eran jóvenes aventureros, pero sobre todo, enamorados. Todo comenzó por Marcela, la autora intelectual de la huida. Los dos, con las mochilas cargadas de ilusión viajaron a Villalba en donde planearon hacer una nueva vida juntos y alejados de sus familias.
Trabajaron en la fábrica de canela de los tíos de una amiga en común de la universidad. Por cinco meses el sueño de vivir juntos y felices se cumplió, disfrutaban de lo simple y de la tranquilidad del ambiente que se respiraba en el pueblo, de la gente amable y de los vecinos, una pareja de ancianos que se preocupan por ellos y con la que compartían una que otra tarde de domingo al calor del humo del asado que preparaba Iván. Pero el impulso por construir un futuro se opacó cuando el padre de Marcela enfermó gravemente y en contra de su voluntad tuvieron que a la capital. El primer intento por estar juntos había fracasado.
Un nuevo tratamiento para la enfermedad de su padre estaba en Australia y Marcela, que era hija única, no pudo negarse a acompañarlo. La señora Ligia, la mamá de Iván, aprovechó ese viaje para convencer a su hijo de que asumir la presidencia de la empresa era lo mejor que le podía pasar, así el tiempo de espera no sería tan largo. En eso tuvo razón.
Dos años después Marcela y su padre, recuperado, regresaron. La noticia no se hizo esperar, la familia celebró por todo lo alto, la foto de la fiesta de bienvenida salió en la sección social del periódico.
Semanas después estalló el escándalo de las tensas relaciones entre las familias de Iván y Marcela, rivales por temas de negocios, el peor momento para verse, pero era urgente que hablaran. Con su abuela, que era amiga de la nana de Marcela, Iván le envió una nota. Esta vez, la idea de escaparse fue de él...
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