Después del trágico accidente automovilístico que la dejó en coma casi ocho meses, por fin despertó. Pensé que era una buena idea que se quedara conmigo, pero insistió en ir a su apartamento. Para convencerla de que me diera copia de las llaves tuve que prometerle que cumpliría al pie de la letra con cada una de las condiciones que me impuso para poder ir a visitarla. Pero, ¿qué más podía hacer? Era Débora.
Solo podía visitarla los miércoles en la mañana. Tenía que llevar comida rápida y una botella de vino tinto sin falta, el desorden que encontrara debía quedarse tal cual como estaba, no era mi obligación organizar nada. Y por último, si estaba en la habitación no debía molestarla. Cumplí con estas condiciones. Pero cada miércoles que fui era peor el ambiente de dolor y soledad que se percibía.
Un día quise encender el televisor, me di cuenta que Débora tenía todo desconectado; el teléfono, el contestador, el viejo tocadiscos que le regaló el abuelo y hasta el celular. Recordé que una de las condiciones era que todo tenía quedarse como lo encontraba y así quedó. Era abrumador el silencio en ese apartamento tanto como la falta de luz; las cortinas permanecieron todo el tiempo cerradas. La maleta que trajimos del hospital aún estaba sin desempacar, habían copas y platos sin lavar. Uno de esos miércoles encontré el portarretrato con la foto de la celebración del tercer mes de embarazo hecho pedazos en el piso de la sala. No vi a Débora la mayoría de las veces que fui, porque ella se encerraba en la habitación cuando me escuchaba llegar. Me daba cuenta por el chirrido de la puerta cuando la cerraba. En eso se convirtieron las visitas cada semana.
Por un asunto de la oficina, no pude llegar al apartamento de Débora ese miércoles por la mañana, pensé que como era la primera vez en meses que esto pasaba, no le molestaría que fuera por la tarde. No tuve forma de avisarle, así que igual que las otras veces, iría de entrada por salida y ella ni siquiera lo notaría. Subí, como de costumbre, por las escaleras del edificio y cuando llegué al piso quinto abrí la pesada puerta de la salida de emergencias, pero cuando vi, por el espejo colgado en el techo del pasillo, que Débora estaba parada en la puerta del apartamento, retrocedí con cuidado y a medio cerrar la puerta esperé. Me alegró pensar que se estaba recuperando y que por fin se había animado a salir. Pude percibir el aroma de su perfume que se esparció por todo el pasillo del piso quinto. Débora estaba hermosa, me gustaba como se le veía la falda larga, el abrigo y la bufanda negra que llevaba puesto, hasta el bastón que tanto dijo que odiaba le quedaba bien. Débora caminó despacio por el largo pasillo y llegó hasta el ascensor, pero el estruendo de la basura que pasó por el shut la asustó tanto que se devolvió al apartamento tan rápido como la prótesis de la pierna se lo permitió.
No pude evitar sentirme mal, lágrimas me produjo verla huir de esa manera y con tanta dificultad. Entendí con dolor que Débora jamás volvería a ser la que era antes del accidente. Una parte de esa mujer que iluminaba cualquier lugar con una gran sonrisa y con un brillo especial en la mirada, que le gustaba saludar a la gente en la calle y la que disfrutaba los triunfos de los demás, así fueran a costa de sus propias ideas, murió en aquel accidente. De cara a los demás, Débora tuvo la vida perfecta, pero yo siempre tuve mis dudas.
Me quedé unos minutos afuera del apartamento necesitaba fuerzas para entrar y preguntarle cómo estaba, cuántas veces había salido y por qué no me había contado. Puse la comida y la botella de vino en el mesón de la cocina. Llamé a Débora varias veces, no me respondió, entonces abrí la puerta de la habitación, en el fondo supe que le molestaría verme, pero era lo que menos importaba. Cuando la vi tendida en el piso, al lado de la cama, en la mano, el frasco de pastillas vacío, el psiquiatra se las recetó desde que salió de la clínica. Sentí que la vida se me acababa. Amaba a Débora más que a nadie en el mundo. La abracé y luego le grité por qué lo había hecho, después de la cachetada que le di, abrió los ojos pero la mirada estaba ida. La tomé por la espada y apreté fuerte el estómago, de algo me sirvieron tantos días en el hospital cuidándola, logré que vomitara.Con una toalla húmeda le limpié la cara y refresqué su cuello, luego la acosté en la cama y la arropé. Era evidente el cansancio.
No fui capaz de regresar a la oficina y así Débora se disgustara, levanté el desorden y sacudí un poco el polvo del apartamento. Me quedé dormida en el sofá de la sala. El sonido de la ducha y de Débora, que cantaba mientras se bañaba me despertaron. Al principio fue raro escucharla por el pésimo estado de ánimo al que me había acostumbrado. Entré a la habitación con cuidado para no asustarla, la puerta del baño estaba a medio cerrar y por ahí la espié, estaba desnuda...
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