El dolor, la muerte, la ausencia. La oportunidad, la vida.
–Será nuestro último viaje –dijo Ricardo mientras hacía espacio en su morral.
Salió de su casa cuando el sol aún no se ocultaba. Subió los vidrios del auto, prendió el motor del carro y arrancó. Dentro del barrio excedió la velocidad permitida y no se le dio la gana de saludar ni a un vecino y tampoco encendió la radio, como acostumbraba, no le antojaba saber de nada.
Ya en en el puerto, Pegaso, su viejo pero conservado velero, lo esperaba. Ricardo que llevaba solo un morral zarpó con la desesperación de huir del destino, con el vacío a cuestas y pocas ganas de vivir. Por más de una década, navegar había sido su mayor pasión, la misma que por años y años compartió con Noelia, su amada. Esa era la primera vez que zarpaba sin ella, sin su alegría y belleza, sin rumbo fijo.
Con un terrible dolor en el pecho, lágrimas contenidas y la garganta seca, Ricardo se ofrendó al mar pidiéndole que no le permitiera regresar, pero una voz interrumpió el momento:
–Habrá tormenta esta noche, no es buena idea que salga.
Fue tarde, Ricardo no hizo caso y con Pegaso iniciaron el viaje.
–¡Devuélvase don Ricardo! –gritó el pescador–
El fuerte viento que hacía terminó arrancándole el único botón de la camisa blanca que se había abrochado. El frío que traía consigo el atardecer rozó su rostro, despeinó su larga y canosa cabellera y de paso le recordó la sensación de libertad que le generaba navegar. Por fin, Ricardo pudo respirar un aire distinto al de condolencias y pesares. Por fin estaba solo para pensar en los momentos de felicidad con su venerada compañera como la primera vez que zarparon en Pegaso e hicieron el amor bajo la complicidad de alta mar, de la luna llena que iluminó sus cuerpos. El día que le prometió que el velero sería un refugio para escapar de todo y de todos, para emprender aventuras, ésa vez lo bautizaron Pegaso. Lo invadió la nostalgia, en Pegaso enfrentaron la confesión de su infidelidad, aún le costaba creer que lo perdonara.
–Solo hablé babosadas ese día para justificarme, para no cargar con tanta culpa. DIsque nos perdimos en el camino sin darnos cuenta, cuando fui yo el que se alejó. Cómo fui capaz de fallarle a la única mujer que me entendió y que me conoció como nadie.
Noelia le enseñó a Ricardo que la lógica en el amor aplica tanto como las decisiones que se toman en el transitar de la vida en pareja. Ricardo se quitó las lágrimas de la cara con las manos. De repente un fuerte viento comenzó a entrar por la popa y tuvo que desplegar las velas en perpendicular a la dirección de la corriente de aire para que con potencia empujaran a Pegaso hacia delante. Una vez volvió la calma continuó confesándose en frente del mar:
–Soñamos con tener nuestro propio velero y recorrer el mundo, lo logramos. ¿Qué nos pasó? Dijiste que cada uno se ocupó de sus cosas para no hacerme sentir peor de lo que ya estaba.
El cansancio comenzó a vencerlo, los ojos se le cerraban, era evidente el agotamiento. Días enteros sin comer, ni dormir, sin hablar con alguien. Ricardo dejó el timón de Pegaso, levantó el morral y se aferró a él, era inconfundible el aroma que tenía, no pudo contener de nuevo el llanto, dolor y rabia. Poseído por la ira comenzó a darle patadas y puños al piso. Impotencia y sufrimiento carcomieron su alma haciéndole doler el pecho. Pensó que dentro de Pegaso todo eso que sentía se iría y que Noelia estaría allí, se equivocó, la ausencia fue mucho se hizo mucho más presente.
Tirado en el costado de estribor de Pegaso, Ricardo se quedó dormido. En el sueño se le aparecía Noelia desnuda, se acostada a su lado, el rostro delgado de mirada angelical lo contemplaba, la forma de sus caderas y el calor de su cuerpo en su regazo era todo lo que había esperado para volver a amarla. Embelesado con la sonrisa y el hoyuelo que se le hacía en la mejilla derecha, no se cansaba de mirarla. Ella le pidió más vino. Ricardo se levantó y sirvió. A punto de brindar una ola sacudió a Pegaso y los arrojó al mar.
Ricardo se despertó asustado y lleno de sudor. El mar estaba picado, pareció que la vela se rompía y las nubes grises se juntaron para oscurecer el cielo. A la mente las palabras del pescador, pero no había vuelta atrás. Con las manos de nuevo en el timón obligó a Pegaso a remontar el viento para que navegara en zigzag y tuvo que hacer varias viradas por avante para recibir el viento por babor y luego por estribor, todo lo hizo, eso sí, sin perder de vista el morral que tropezaba de costado a costado. Cada golpe lo sintió como punzadas en el corazón. No podía soltar el timón, pero tampoco permitir que el morral se perdiera. Maniobró a Pegaso contra las fuertes e incesantes olas a la par que libraba su propia batalla interior. En una de esas, el morral quedó en el borde de la aleta de estribor y a punto de caer al mar:
–No te perderé en esta tormenta, ¡no! –gritó desesperado.
Ricardo soltó el timón y se lanzó al piso para arrebatarle a las furiosas aguas su mayor tesoro. En contra del viento y el mar logró agarrar el morral y ponérselo en el pecho. Sujetó fuerte las manos y los brazos a la cuerda que estaba amarrada a Pegaso para intentar levantarse, pero el intenso dolor en la rodilla izquierda, que había recibió todo el peso de su cuerpo, lo tumbó de nuevo.
–¡No te perderé en esta tormenta, no te perderé! –volvió a gritar Ricardo, su voz se entrecortó y sus lágrimas se confundieron con la marea.
Ricardo supo que estaba a la merced de lo que la naturaleza quisiera hacer con él, estaba bajo una oscuridad absoluta en medio de rayos intermitentes y con el agua ya dentro de Pegaso. En uno de esos relámpagos que alumbraban el mar y el cielo, Ricardo vio a Noelia en la popa de Pegaso:
–Somos vela y viento, amor mío. ¡Levántate! Noelia extendió su mano para ayudarlo y en su deseo por alcanzarla Ricardo se puso de pie, pero las olas y el viento le impidieron acercarse.
–¡Noelia!, ¡Noelia!, ¡Noeliaaa!...
Fueron tantas veces el nombre aclamado de su amada que se quedó sin voz. Maldijo el mar y se negó a aceptar que Noelia ya no estaba. Con la mirada puesta en el oscuro cielo quiso volver a gritar, pero no pudo. Su voz ya no se escuchaba. En silencio y vencido pidió morir de una buena vez, no era capaz de vivir sin Noelia. Ricardo se soltó de la cuerda que había magullado sus manos y brazos hasta desprenderle la piel. Exhausto cayó sobre la cubierta. En posición fetal y sin dejar de abrazar el morral esperó que el mar por fin venciera a Pegaso tal y como lo había planeado. La tempestad se detuvo, el mar se serenó y el firmamento se despejó. Ricardo había estado inconsciente.
Despertó sensible a los rayos de sol y con los párpados hinchados le costaba ver con claridad, pero era ella, era Noelia. Su amada se acercó y lo abrazó. Ricardo sintió el tibio calor de sus labios cuando lo besó. Sin soltar el morral logró levantarse. Noelia era la mujer más hermosa que había conocido, esa mañana tenía puesto el vestido azul que usó el día que zarparon por primera vez en Pegaso.
–Así que somos la vela y el viento –dijo Ricardo en un tono gracioso aún con la voz ronca. El brillo de la imagen de Noelia se reflejaba en el mar. Lágrimas de emoción lo aliviaron. Con la palma de la mano dirigida al cielo Noelia le mostró el destello verde que todavía podía verse en el horizonte, lo vieron, se miraron y sonrieron.
La brisa ayudó a Ricardo a respirar, pero no con el fuerte dolor en la rodilla. Con las manos temblorosas abrió́ la cremallera del morral y sacó la urna que Noelia tanto insistió que le comprara. Fue inevitable no recordar aquel momento en el hospital cuando a la habitación llegó el pedido, una urna biodegradable. Se rieron a carcajadas evadiendo a la tristeza de la realidad de la muerte. Ricardo se aferró a esa imagen y a todo lo que Noelia hizo para defender sus creencias, proteger el medio ambiente, para inculcar a sus alumnos la importancia de cuidarlo. Siempre admiró la valentía para defender sus ideales y la manera que le demostraba su amor siguiendo a su lado a pesar de sus fallas, el remordimiento de fallarle a la única mujer que amo en la vida lo atormentó.
De los dos, ella fue la más soñadora, la más fuerte y decidida; capaz de enfrentar con tanta gallardía la que fuera su última y más dura batalla. En ese instante sintió que estaba listo. Con una pequeña sonrisa en el rostro y un suspiro profundo Ricardo destapó la urna y lanzó las cenizas de su amada Noelia al mar:
–Sed de mar ¿cómo no lo entendí antes? –dijo Ricardo– Tú me trajiste hasta aquí para poder disfrutar del mar que tanto amaste. Brilles mi amada Noelia, brilla a donde quiera que vayas. Estarás siempre en mi corazón.
En ese momento todo cambió. Ricardo movió la escota para que la vela cogiera el viento de manera correcta para regresar a casa. Cuando estuvo en ángulo con el viento y con los grados adecuados, las fuerzas aerodinámicas se desplegaron en el aire, Pegaso navegó impecable e imponente sobre el inmenso mar. Con una sensación de sosiego indescriptible Ricardo levantó los brazos hacia el cielo y agradeció por todo lo que había pasado pues era consciente que se le había concedido la posibilidad de soltar las culpas, los miedos, el vacío y la soledad que dejó Noelia y a la vez renunciar a la ira y al rencor que albergaba en su corazón por la ausencia. La muerte le había arrebatado a su amor y el destino le daba otra oportunidad.
Desde su regreso de alta mar de vez en cuando Ricardo pensaba en que más temprano que tarde la muerte cumpliría el deseo que le pidió con tanto desespero aquel día y que no pùdo gritar porque se quedó sin voz. El vacío por Noelia nunca desapareció, pero dejó de dolerle tanto. El recuerdo de verla en Pegaso por última vez fue su mayor consuelo así como la fe de volver a tenerla en los brazos para navegar en Pegaso sin rumbo y ver muchos más destellos verdes en el horizonte.