Ninguno de los triunfos que conseguiste los últimos años, me sorprendieron. Lograbas siempre lo que te proponías, decías que el secreto estaba en creérselo todo. Lo comprobé desde el primer día que te conocí. Decidiste que fuera la primera persona que leyera tus historias y me convertí en tu editor.
Si llegabas temprano a la editorial era porque algo bueno traías. Durante mucho tiempo te vi caminar hacia la oficina con esa mirada, casi que podía sentir la emoción que te embargaba. El cabello a medio peinar, con las gafas puestas en la cabeza, con un saco que no combinaba con la camiseta o el pantalón; eras un desastre cuando terminabas de escribir. El paquete grueso de hojas a medio organizar, escritas en la máquina Remington que te regaló tu mamá y que no quisiste dejar, porque el sonido de las teclas te inspiraba. Tarareabas a veces de la emoción contándome lo que habías escrito. Yo también sentí esa emoción que recorre el cuerpo cuando algo te apasiona.
Pasábamos horas y horas en revisiones y reediciones. A veces, no soportaba el tic nervioso que tenías cuando cruzabas la pierna y comenzabas a mover el pie de arriba abajo y de abajo hacia arriba. Eso me enloquecía, pero con el tiempo me acostumbré. Tuvimos una buena relación editor- escritor, pero lo mejor fue la amistad que surgió y la complicidad que nos acompañó hasta último momento. Nadie como tú me divirtió tanto con sus ocurrencias. Admiraba tu creatividad, no parabas. Lástima que te costara tanto creer lo buena escritora que eras y que tuvieras miedo al reconocimiento, porque si alguien lo merecía eras tú.
No, Elena, no vine al velorio para llorarte, ni para verte metida en esa caja de madera, así no es como quiero recordarte. Vine, porque quise respirar, por última vez, el aroma del adiós que dicen que se queda en las paredes y rincones poco tiempo después de morir y a ver la casa que alguna vez también fue mía.
¿Recuerdas los momentos alrededor de la chimenea? Fueron los mejores de mi vida, te lo juro. Me gustaba encenderla antes de que llegaras a la casa después de estar tantos días por fuera. El incienso con olor a madera era tu favorito, te recordaba la niñez que tuviste en Anda Lucía, la finca de tus abuelos donde te encerrabas a escribir por largo tiempo. Siempre te reproché por qué no regresaste, pero ahora lo entiendo. Creo que después de hoy yo tampoco sería capaz de volver a esta casa.
Ay, mi amada Elena, como se nota tu ausencia. Mira estas paredes, comienzan a ponerse frías, ya no sé si quieras regresar aquí. Me cuesta aceptar que te fuiste, que no volveré a verte. Duele, duele mucho. No sé si pueda soportarlo.
El estudio fue el único espacio que no compartiste, normal, porque era tu refugio de inspiración y recogimiento, pasabas días y noches enteras en este lugar. No puedo creer que conservaras la bufanda de cuadros rojos con verde que te regalé. Discutimos varias veces porque te la guardaba en el armario y a ti te gustaba ponerla sobre el espaldar de la silla del escritorio. Esta agenda de bolsillo te la regalaron en un cumpleaños. Preferiste eso que un celular. Los lapiceros de colores, las gafas de lectura, libros que no terminaste de leer, el portarretrato de Magola, tu amor de cuatro patas, permanecen en el escritorio esperándote o quizás negándose, como yo, a la idea de que te hayas ido. Perdóname por no estar cuando Magola murió. Debe estar feliz de verte con ella ahora. ¿Y la Remington? ¿por qué no está aquí?
Te quedaron bien los muebles de AndaLucía. Fue una buena decisión entapizarlos, menos mal no te dejaste convencer de venderlos. Me gustaban las noches de tertulia, el brindis que hacías y que se convirtió en una tradición: Pocos amigos, suficiente compañía. Eras mejor anfitriona que yo, los invitados mantenían la copa de vino llena y los pasa bocas jamás se desperdiciaron.
Historias sobre tus viajes, un libro, una alfombra nueva; cualquier cosa era un motivo para compartir con los cinco amigos de siempre. Recuerdo la noche que con el pretexto del cuadro de tu amiga pintora que trajiste a la casa, nos reuniste a todos. Jamás te había visto los ojos tan brillosos, estabas muy feliz, el hoyuelo en tu mejilla derecha se marcaba todo el tiempo. Destapaste el cuadro de setenta y cinco centímetros de ancho por un metro de alto. Admiramos la escalera sin fin dirigida al cielo y los utensilios de cocina boca abajo y flotando. Tenías razón, este cuadro proyecta fuerza y energía, este cuadro es el reflejo de lo que eres, Elena. ¿Cómo no me di cuenta de la dedicatoria que te hicieron?: «Amiga y escritora, te entrego con amor, uno de mis más preciados hijos. Encuentra en esta pintura la escalera de tus sueños: altos y sin fin». Todavía estás aquí Elena, en cada borde de este cuadro, en todas tus cosas.
No puedo irme sin entrar a la habitación donde nos amamos y nos odiamos para volver a amarnos. Disfruté de esta iluminación natural. Tomábamos el primer café del día, aquí, sentados al lado de la ventana. Te gustaba ver a las personas y a los niños en el parque, a los perros correr de lado a lado y detrás, las imponentes montañas de Bogotá.
No me sorprende que cambiaras la cama que compartimos por ésta que es mucho más grande. Decidiste no volver conmigo y tampoco intentarlo con alguien. Cuando me dijiste eso estabas pasada de tragos y no te creí, pero ahora veo que preferiste dormir con soledad.
Que bien se siente esta cama, Elena. Espero que recuerdes que no solo fui tu esposo sino tu amigo, editor y más, más ferviente admirador. Los últimos días juntos discutimos muchas veces en esta habitación y te pido me perdones por las cosas que te dije, la impotencia de perderte me cegó la cabeza, la boca y el corazón.
Si estuvieras aquí, te reirías por lo que voy a decir, pero recuerdo con amor y como si fuera ayer la discusión que tuvimos por este cajón que todavía está bajo llave y lo furioso que me puse cuando vi el letrero que le pusiste por fuera: «me reservo el derecho a guardarlo que se me de la gana». Este podría ser un buen momento para abrirlo, ¿no crees, Elena? Pero no, no lo haré por el profundo respeto que te tengo.
Aquí estás pintada Elena, no cambiaste la costumbre de dividir la ropa en dos partes, como hiciste con tu vida. Pantalones de paño, faldas, chaquetas, blusas y pañoletas a un lado y en el otro, jeans, camisetas, sacos, mochilas, botines, tenis y las únicas dos carteras que te obligaron a comprar.
Me habría encantado verte en el rol de abogada, aunque te confieso que el de escritora es mucho más interesante y sexy. Con razón cuando tuvieron oportunidad, tus colegas te molestaron con el ceño que dejaste de fruncir cuando te alejaste del derecho. Fue increíble conocer a tanta gente que se alegraba por ti y que admiraba la persona y escritora en la que te habías convertido. La muerte debió darte más tiempo para que te convencieras de eso.
Tu mirada fue la más expresiva que conocí. En los momentos difíciles no sé como pudiste ver el lado bueno, la mayoría de las veces, y lograr calmarnos no solo con palabras si no acciones para que entendiéramos la situación y la enfrentáramos de manera distinta. Admiré y extrañé mucho más eso de ti cuando nos separamos. «¿Ya respiraste? ¿ya sonreíste?» Así me sacabas de la angustia. Me cuesta aceptar que seas tú la que está allá afuera.
No me creerías si te dijera que la cocina es la misma, pero se ve diferente. ¿Dónde pusiste la licuadora, los muñecos de la sal y el azúcar, la bandeja para las frutas? ¿Y los magnetos de la nevera? ¿por qué no están? En todos esos magnetos estaba la historia de los viajes que hiciste. Sé lo importante que eran para ti, ¿dónde los guardaste? Quisiera quedármelos.
Ni la nevera, ni la Remington las veo en la casa. Las dos cosas que no quisiste remplazar. Estabas tan apegada a ese par de cosas que, aunque supieras que ya habían cumplido el ciclo, te quedaste con ellas, porque valían tanto que no tenían precio. Entiendo por qué no compraste otra nevera cuando escribiste: La nevera y yo, fue una de mis novelas favoritas. Hasta te pedí autógrafo y todo. Jamás olvidaré la época que estuvimos juntos, jamás. Me dueles, Elena, me dueles en el pecho.
Menos mal entró frío por la ventana de la cocina, sino las lágrimas seguirían en mi cara. Me quedo aquí, recostado en el marco de la puerta de la cocina, viéndote de lejos, no soy capaz de acercarme a ti. Ahora empiezan los rezos y ya sabes que no creo en eso, aunque de todo corazón deseo que estés con los Ángeles que tanto invocabas.
Me volvió el alma al cuerpo cuando vi la Remington sobre una mesa al lado del ataúd: «Encontré a mi hija Elena en el piso. Un ataque al corazón terminó con su vida. No puedo describir el dolor que siento, pero debo leer la hoja que encontré al lado de Elena, en honor a la maravillosa persona que era y en homenaje a su carrera. Murió como quiso, como escritora en medio de una historia, la suya:
Bogotá D.C. sin fecha, sin reserva.
En esta vieja máquina, igual que yo acariciada por el tiempo, escribí las primeras líneas sin que estuviera en mis planes ser escritora. La mitad de la vida fui lo que la sociedad destinaba como una mujer exitosa, pero también fue la época en que me sentí más vacía e infeliz.
En la escritura encontré la manera de ser yo misma sin preocuparme por los demás. Encuentros con personajes, emociones, escenas que marcaron el rumbo de lo que quería ser hasta el final de mis días. Tuve miedo al reconocimiento, me aislé, quizás, demasiado y me abandoné al tiempo en mi soledad. No me arrepiento. También tomé riesgos, con miedo, pero los tomé. Llegar a otras personas a través de historias es lo más increíble que puedo hacer. Nadie imagina lo importante que es eso para mí.
No todo lo que escribo es bueno, lo sé, pero después de ir y venir de un lugar a otro, de triunfos y fracasos, no quiero abandonar el barco, no hasta que escriba la historia de mi vida. Porque ahora disfruto más que antes el presente y veo con más claridad y sin juicios el aprendizaje. Aún me faltan nudos que desenredar en lo personal y profesional, también lo sé, pero amanecí con tantas ganas de vivir que
Hasta ahí te alcanzó el respiro de vida. Qué más puedo decirte, sé que sientes el vacío que dejas, que estás por ahí en medio de todos o a lo mejor aquí, a mi lado. No me des las gracias, no hace falta, vine a tu funeral no para despedirme sino para sentirte como lo que siempre fuiste, luz para todos lo que tuvimos la suerte de conocerte. Estarás en mi corazón y en el de toda esta gente que te extrañará tanto como yo. Nos quedaremos con las ganas de saber el final de la historia que comenzaste en la Remington y de muchas otras que no quisiste publicar. Pero ¿sabes una cosa, Elena? No voy a permitir que eso pase. El mundo que aún no sabe de ti merece conocerte y nosotros, leer el resto de tus historias. No te preocupes, Elena, yo me encargo.