En tus manos, la historia de mi vida que quiero que publiques. Con amor, tu creación: el escritor de la calle. Así terminaba la hoja que estaba pegada en el sobre de manila que el dueño del bar le entregó a Benjamín de parte de Jaime. Con el sobre en las manos supo que ese gran amigo jamás regresaría.
La última vez que Benjamín vio a Jaime, él estaba con el sudor pegado en la camiseta, el pantalón sucio, el saco roto, la chaqueta de cuero sin cremalleras, el cabello sucio y enredado; con la piel de la cara y las manos enrojecidas por el sol, los ojos brillosos, la boca reseca y la mirada perdida. De nuevo, Benjamín recibió a su amigo con el calor de un abrazo de bienvenida sin juicios aunque no pudo evitar las lágrimas de dolor de verlo así, en semejante condición.
Después de que bebió de un solo sorbo el vaso agua, comió con las manos y se disculpó, porque olía a diablos, Jaime tomó una ducha y se puso la ropa que Benjamín le había dejado sobre la cama de la habitación donde siempre se quedó.
Más tarde, caminaron por la finca, le dieron alimento a los caballos y sembraron en la huerta. El reclamo de Benjamín por lo que pasó meses atrás no se hizo esperar, tampoco la disculpa de Jaime por irse sin despedirse y por el dinero que se llevó. Durante ese tiempo escribió poco, pero lo que hizo se lo entregó a Benjamín para que leyera. Del estado en que Jaime llegó a la finca no dijeron nada.
Jaime se mantuvo sobrio por unos días, pero la actitud de abandono frente a la vida, lo hizo reincidir. Antes de irse dejó sobre la mesita de noche de Benjamín las historias que había escrito y se fue de nuevo, sin despedirse. En cualquier momento regresaría su amigo, regresaría, fue lo que pensó Benjamín aferrando las hojas a su pecho.
Cuando el dueño del bar lo abrazó y le entregó el sobre, Benjamín supo que el gran amigo y escritor de la calle, se había ido para siempre.
Jaime escribió que lo único bueno que la vida le dio fue el orfanato donde pasó la niñez. Allí aprendió a leer y a escribir. La adolescencia en las calles le enseñó que no podía confiar en nadie. Descubrió el amor por las letras en una pareja que hacía teatro callejero. Conmovido por la obra y las lágrimas de la mujer comenzó a escribir. Cambió el final de la obra y después regresó al mismo lugar para mostrar lo que había hecho. La pareja quedó impresionada con lo que leyeron y lo animaron a continuar con más historias.
Las calles fueron su refugio y pese a la difícil situación, lo único que realmente le preocupaba a Jaime era que la lluvia algún día mojara la vieja libreta en la que escribía y que guardaba en el bolsillo de la chaqueta.
Jaime trabajó como cotero en una trilladora de café; cargaba en la espalda cuatrocientos bultos al día, cada uno pesaba cuarenta kilos. Lo que ganaba se lo gastaba en los bares del barrio donde se sentaba a escribir sin que faltara en la mesa el ronque tanto le gustaba hasta que se quedaba dormido. La única vez que intentó ahorrar fue para comprar una máquina de escribir, pero la adicción al ron fue más fuerte. También se desanimó cuando pensó que, aunque consiguiera una máquina a quién le podría interesar leer lo que escribía.
Quién lo creyera, cuando más perdido estaba en el alcohol apareció alguien. Benjamín conoció a Jaime en una calle del centro de la ciudad. Lo encontró tirado en el andén y se acercó a él, porque le llamó la atención la libreta vieja que tenía en las manos. Si ese hombre que estaba ahí había escrito lo que alcanzó a leer, entonces, estaba enfrente de un talentoso escritor.
Apenas si pudo con el peso de Jaime para subirlo a la camioneta. Después de que durmió y comió, Benjamín le ofreció quedarse en la finca, pero Jaime no aceptó hasta que vio la máquina de escribir de la abuela de aquel extraño que estaba en la sala. Comida y un techo a cambio de escribir. Con un estrechón de manos cerraron el trato y entre los dos arreglaron el rodillo y repintaron las letras de las teclas de la vieja, pero servible máquina de escribir.
Benjamín también era dueño de una editorial, pero eso solo se lo contó a Jaime cuando tuvo en su mano veinte cuentos. Así fue como lo convirtió en un reconocido escritor. El primer libro fue la recopilación de las historias escritas en la libreta que se volvieron famosas por las cosas que Jaime contó sobre las calles y por los personajes que solo un lugar como ése pudo darle. Varios de los cuentos fueron publicados en el periódico. La fama se disparó con el premio que la Escuela de escritura libre le otorgó. Las entrevistas y el público no era lo de Jaime así que Benjamín se volvió su representante. El escritor de la calle se mantuvo aislado de los medios por una razón mucho más fuerte; una lucha interna por mantenerse sobrio.
Los días de trabajo duro y mala paga quedaron atrás. Llegaron los meses de gloria para Jaime que disfrutaba vivir en la casa con Benjamín. Compartieron tardes de tertulia, música y buena comida sin una gota de licor, así. Los dos se complementaban. Por eso Benjamín pensó que todo marchaba bien, que su amigo se había recuperado, incluso tenía mejor semblante. Pero algo en el corazón de Jaime lo atormentaba, no lo dejaba en paz, una sensación superior a la voluntad de hacer las cosas bien, de salir adelante, estropeó todo.
A escondidas de Benjamín, Jaime comenzó a beber y como era de esperarse, la amistad de estos amigos se arruinó así como la inspiración y la tranquilidad que necesitaba Jaime para escribir. Las depresiones terminaron en mentiras cada vez difíciles de sostener. Jaime empezó a quedarse fuera de la finca, a tomar en el bar de siempre, a gastarse el dinero. Cuando Benjamín se dio cuenta de lo endeudado que estaba pagó esas deudas con la idea que quitarle una preocupación a su amigo para que retomara la escritura. Pero no funcionó, al poco tiempo el dinero que quedaba de las publicaciones desapareció.
El escritor de la calle, como lo dio a conocer Benjamín, quizás no era la persona que les vendió a los lectores, se había equivocado y aún así decidió creer que podría cambiarlo. Pero las cosas se complicaron y Jaime no pudo arreglarlo.
Una noche, Benjamín metió a Jaime en la ducha y con agua fría le bajó la borrachera. Luego lo ayudó a vestirse y después de que durmió un rato, le llevó un café bien cargado. La preocupación por su amigo no era en vano y la única forma de ayudarlo era descubrir por qué cargaba con tanta tristeza y tanta rabia.
El final de Jaime pudo ser otro, pero la obsesión por el pasado lo cegó por completo. Cada vez que se daba cuenta de que los investigadores lo ilusionaron con falsas promesas de encontrar a su familia, Jaime caía en depresión. Al principio se repuso y comenzaba a escribir, pero después ya no pudo. Recuperarse del malestar físico por todo el licor que le metía al cuerpo y levantar la moral por fallarle a la única persona que creyó en él, cuando nadie más lo hizo, fue más y más difícil.
Jaime decidió entregarse al ron para ahogar los fantasmas del remordimiento, el abandono, la tristeza y la soledad; los sentimientos que conoció desde pequeño, creer que podía ser y sentir otras cosas no estaba en su memoria, por eso cuando experimentó la felicidad, huyó.
Benjamín intentó de muchas maneras convencer a Jaime de que dejara el pasado donde estaba y siguiera adelante con su prometedora carrera como escritor, pero no logró convencerlo. Así que para ayudarlo acudió a un conocido del ejército que semanas después le entregó a Jaime los certificados de defunción en donde constaba que sus papás habían muerto de fiebre amarilla. También consiguió la historia clínica que estaba escrita con letra pegada y en lapicero azul, en donde todavía, se alcanzaba a leer que la mamá de Jaime había muerto después de dar a luz en un hospital de caridad. Así fue como los fantasmas de Jaime regresaron y esta vez para siempre. Perdido por la frustración y por el olvido intencional al que él mismo se sometió, al creer que no merecía ninguna oportunidad que le diera vida dejó a Benjamín sin siquiera despedirse y llevándose todo el dinero que tenía en la mesita de noche. Esa fue la primera vez que destruyó el corazón de Benjamín.
Jaime se perdió en la mendicidad de las calles del centro de la ciudad donde creyó que la fama no lo alcanzaba, aunque todos sabían que él era el escritor de la calle. Dicen los que bebieron con él que hablaba de Benjamín como su salvador y que lo había traicionado para no condenarlo a su propia tragedia.
El día que Jaime se fue de la finca de Benjamín fue al bar donde acostumbraba ir y le dijo que antes de embriagarse necesitaba pedirle un favor. Con las manos temblorosas le entregó un sobre para Benjamín y le pidió que se lo llevara cuando él se fuera del bar. En una hoja de papel, que pegó como carátula, escribió las instrucciones que tenía que seguir al pie de la letra: 1. Estar en la finca de Benjamín a las 8:00 de la noche.2. Antes de entregar el sobre abrazar a Benjamín. 3. Decirle a Benjamín que había visto a Jaime feliz, aunque no fuera cierto. 4. Buscar a Jaime, esa misma noche, en la calle donde lo salvó. 5. Decirle a Benjamín que Jaime lo amaba.
El dueño del bar leyó las instrucciones y con profunda tristeza en los ojos preguntó qué había dentro del sobre. Después de beber un trago de ron, Jaime respondió: En ese sobre está la historia que solo a alguien como yo se le pudo ocurrir. Nací en abandono y así moriré será un éxito, mi amigo, te lo aseguro. Con las ventas le pagaré a Benjamín todo lo que hizo por mí. El dueño del bar aceptó entregar el sobre sin más preguntas. Después de tomar por dos días seguidos, Jaime salió del bar hasta la ropa olía a alcohol de todo el ron que se había tomado. Antes de salir miró al dueño del bar para recordarle el favor que le había pedido.
Caminó unas cuadras y se sentó en el andén donde su amigo años atrás lo rescatón de las calles, sacó del bolsillo de la chaqueta el revólver que consiguió a cambio de su bufanda y algo de marihuana y desafiando dos veces a la muerte, se disparó sin lograr su cometido. La tercera fue la vencida.
El dueño del bar se encargó de que correr el rumor del contenido del sobre para Benjamín. Los que fueron al funeral esperaron ansiosos saber más del escritor de la calle y de cómo se mató. Lo que pasó después, fue una gran decepción para todos.
El destino de este sobre es estar al lado de su creador. Benjamín puso el sobre de manila encima del ataúd que bajaba lento mientras la tierra lo cubrió. Con lágrimas y un gran dolor en el pecho, el amigo, editor y salvador, como lo llamó Jaime, fue la única persona que conoció al hombre detrás del escritor de la calle y a los fantasmas que lo llevaron a la muerte.
Te condenaste a vivir como lo hiciste, porque así lo decidiste. Creíste que por elegir cómo morir yo cumpliría tus deseos, pues no. Hoy te llevas a la tumba la historia de tu vida que escribiste, porque para mí es equivocada. Jamás fuiste abandonado, solo tuviste miedo a amar, a ser feliz. La vida te lo demostraba con cada día, cada historia, cada momento de felicidad que te regalaba, pero no, no quisiste ver más allá de tu propio dolor, de la tragedia.
Adiós, mi gran amigo escritor de la calle. Adiós. El amor y la admiración que siento por ti desde el día que te conocí estarán siempre contigo.