Amado:
Hoy fui a su mar, cerré los ojos y me llené de usted,
del bálsamo de nuestros cuerpos sumergidos en el perfecto azul.
Después, extendí los brazos, respiré profundo y sentí la fuerza de su presencia.
Ahora entiendo cuando decía que este mar, era su mar.
Pude sentirlo en el viento que me enfrió primero la nariz
que las palmas de las manos, luego el vientre, las piernas y por último el pecho.
Imaginé su sonrisa, el calor de su piel, sus besos.
Le confieso que hay noches que me cuesta respirar,
la cama está vacía, el café en las mañanas no sabe igual, nada es lo mismo sin usted.
Supe que si venía aquí, al mar que tanto nos dio,
sentiría esta confusión de la ausencia y a la vez de su presencia.
Puede negarlo si quiere, pero sé que fue usted el que envió la gaviota
que vi en el cielo para demostrarme que, a pesar de estar sola, como yo, también era feliz en la libertad de su vuelo.
Hoy, en frente de su adorado mar, fui consciente del momento,
del sonido de las olas que fueron y volvieron,
de las pulsaciones que recorrieron el cuerpo con el fervor su recuerdo.
Amado, perdóneme por las veces que me negué venir aquí, a visitar este mar,
quise hacerlo, porque nos dio tanto, pero esperaba mejor que fuera a su lado,
tomados de la mano, mirándonos y amándonos bajo el salado profundo.
Ahora, que sé que no regresará pronto, le prometo que
las palabras serán los ojos que le permitirán ver y sentir más cerca a su mar.
Le escribiré muchas cartas desde aquí y pediré a la inmensidad del cielo que compartimos,
que la guerra no nos quite la ilusión de volver a dejar nuestras huellas en la arena de este mar ojalá para siempre.